martes, 11 de octubre de 2011


Las despedidas


 Hay diferentes convenciones sociales que nos permiten convivir. Dar las gracias, saludar y despedirse son quizá las más comunes. Sin embargo “despedirse” contiene una carga emotiva que supera a la convención. Evidentemente no me refiero a las despedidas ocasionales, si no a Las Despedidas.Esas que cierran círculos, que nos llevan lejos, que nos dejan con la incertidumbre del reencuentro o con la certeza de un adiós definitivo.
De entre las diversas despedidas, la más emblemática y sufrida después de la muerte (que es La Despedida de Las Despedidas); es sin duda la amorosa que a veces puede tener la contundencia de una telenovela y asumir diálogos clásicos del tipo “Hasta nunca”, mientras que otras simplemente ocurren con los días, poco a poco hasta que se desvanecen sin haber pactado nada. Entonces nos damos cuenta de que en esa despedida prolongada sólo fuimos generando rencores y tristezas o aburrimientos mutuos. Un día no te saludo y ya no me despido, ya no somos nada. Aunque de la nada no proceda nada. Por eso, para mí, lo peor que despedirse cuando no es el día de La Despedida. Me hace falta la solemnidad del rito que vuelve a un beso inolvidable sólo porque se sabe que es El Último Beso. La despedida es ese evento abigarrado de emociones falsas, es como maquillar al mismo muerto que pellizcamos durante su agonía, es decir adiós con una mano mientras la otra sostiene la perilla. Es un plaf en las narices y luego un arrepentimiento en la punta de los ojos.
 Las frases como “Te acuerdas cuando…” casi siempre intentan tapar con un recuerdo el adiós que se aproxima. Hacemos de la despedida una fiesta para llevarnos el recuerdo de las risas, de todos reunidos, de lo bien que lo pasábamos. Necesitamos conocer el principio y el fin de las cosas. Llamar enero a enero y diciembre a diciembre. Saludar y despedirse.
Yo sí necesito el ritual, el adiós explícito y el luto posterior. Cada quien tiene sus fórmulas y cada adiós es una ceremonia paliativa. Y aunque por una parte soy muy escéptica, por otra soy irremediablemente cursi. Así que para decir adiós, me funciona lo que Jorodosky llama psicomagia, que es un acto de curación y una metáfora para el inconsciente. El arte también debe servir para curar. Así que cuando voy a despedirme de algo o de alguien preparo el escenario y procuro registrar todo, porque si de cualquier manera tendremos que cargar con el recuerdo, por lo menos permitámonos entenderlo, digerirlo y seguir adelante. Decir adiós es una forma de saldar las cuentas pendientes, de reconciliarnos con una etapa, de intentar dar por concluido un asunto.
Ahora mismo, estoy buscando cajas de cartón para guardar mis cosas. Se aproximan las despedidas que procurarán dar fin a una etapa importante para mí. He decidido hacer pequeñas herencias a los que se quedan, viajar ligera de equipaje y desentenderme de tanta parafernalia que no sé cómo fui adquiriendo a lo largo de este tiempo. 
Y es que, la verdad, después de tanta palabra debo asumir que no sé decir adiós, no puedo hacerlo. Pensar en las paredes vacías y en las ventanas frías y despejadas, me da pavor. Eso sí, la puerta se queda abierta, azotándose con el viento y dejando pasar a cuanto tiempo pasado haya sido mejor.

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